María Oliva Salazar, madre del Padre Gabriel Carvajal
MONROE — Sentada en un sillón de la casa donde vive en Monroe, Carolina del Norte, doña María Oliva Salazar Jaimes espera pacientemente que alguno de sus hijos, vecinos o amistades la llame por teléfono para acompañarlos a salir de compras, a lavar la ropa, ver tiendas o estar en sus casas.
MONROE — Sentada en un sillón de la casa donde vive en Monroe, Carolina del Norte, doña María Oliva Salazar Jaimes espera pacientemente que alguno de sus hijos, vecinos o amistades la llame por teléfono para acompañarlos a salir de compras, a lavar la ropa, ver tiendas o estar en sus casas.
Son tan solo las siete de la mañana de un día que comenzó antes que los primeros rayos del Sol anunciaran el alba. A eso de las cuatro de la madrugada, doña María Oliva se había levantado para rezar el Rosario y luego dar “una cabezadita”, antes de levantarse, vestirse y quedar lista para salir.
Contrario a lo que pueda pensarse, la vida de doña María no siempre fue así de cómoda.
Nacida el 20 de junio de 1942, vivió una infancia de pobreza con sus padres y diez hermanos en el rancho ‘El Rincón’, estado de México.
Sin contar con una propiedad, su padre se vio obligado a cultivar los terrenos que le prestaban y, sin casa, a vivir en cuevas cercanas. Pese a todo, siempre había algo que comer pues toda la familia se afanaba en la siembra de maíz, frijol, plátano, jitomate y yuca.
Las hojas del maíz sirvieron también para alimentar su fantasía de niña. “Jugaba a las muñecas con hojas de maíz que cortábamos y amarraba con un trapo” recuerda.
Al cumplir los 15 años su padre consiguió que le prestaran una casa en el pueblo La Palma. Ahí se enamoró de Herón Carbajal, un joven un poco mayor que ella, con quien se casó a los 17 años. “¿A donde más salíamos?, y con mi papá bien estricto, ¿qué más podía hacer?”, nos dice.
Quince hijos resultaron de la unión, de ellos sacerdote, nuestro conocido Padre Gabriel Carvajal-Salazar, Vicario de la parroquia San Gabriel en Charlotte.
La vida de casada la llevó a trasladarse a un rancho en Veracruz, donde “todo era puro lodo”, pura terracería. La lucha por una mejor vida para sus hijos la obligó a seguir trabajando en faenas agotadoras.
Se levantaba a las cuatro de la mañana a moler el maíz y preparar las tortillas que los peones del rancho recibían a las seis de la mañana, cargaba leña, acarreaba agua desde el pozo a casi una milla de distancia y recogía el maíz, tareas en las que toda la familia trabajaba. “Era un trabajo de todos los días, vivíamos al día, yo pensé que nunca iba salir de allí, que ahí me iba a quedar toda la vida, que así iba a morir”, relató.
Con un hijo enfermo, busca ayuda para él y se traslada con todos los niños a Ciudad de México, dejando a su esposo en el rancho.
En la ciudad se acaban las labores del campo pero, para mantener a la familia, lavó y planchó ropa ajena, aseó casas e hizo mandados.
“Casi no veía a mis hijos. Llegaba a la noche a cocinar, a dejar todo listo, y al día siguiente igual, lo mismo. A veces me tenía que quedar en el hospital acompañando a mi hijo enfermo. Gracias a Dios salimos de eso ya”.
Para doña María, la crianza de sus hijos tuvo sus bemoles, pero nunca le resultó difícil y a todos los quiso y quiere por igual. Si bien no imaginó tener quince hijos, “se fueron dando y la vida en el rancho era más fácil. No habían malas compañías, estábamos solos en la casa”.
Cuando tenía casi cincuenta años y varios de sus hijos se habían instalado en Estados Unidos, llegó la invitación de ellos para que se trasladara, junto con su esposo, a Estados Unidos.
Ella quería venir, su esposo no. “Si tu no te vas yo sí me voy”, le dijo muy seria. “Si tu te vas me toca irme”, dijo él. “Pues si quieres”, respondió ella.
Gabriel, el mayor, ya había marchado hace mucho tiempo. “Se fue primero con el Padre Amatulli y ya no regresó a la casa”, recuerda.
Es hoy el Padre Gabriel a quien acompaña en muchos de sus viajes y tareas de pastor. Con él ha viajado a Florida, Chicago, Nueva York y hasta a Tierra Santa.
Los jueves junto con él visita enfermos en los hospitales y los fines de semana lo sigue a donde tenga que ir. “Acomodo las sillas, le traigo el agua y lo que necesite. Lo ayudo en lo que más sencillito puedo”.
Le gusta ver que la gente lo quiera y cómo él se hace querer.
Con “como 40 nietos” y 16 bisnietos, doña María Oliva espera celebrar el día de la Madre y recibir el mejor regalo que le pueden dar: un abrazo y un ramo de flores.
Con las manos y el rostro hermosamente marcados la vida que le tocó llevar, y con una sonrisa a flor de labios, nos confiesa que se siente realmente feliz al ver que todos sus hijos “están bien, buenos, trabajando, con sus familias”.
¿Extraña México?, “Ya me gusta más aquí que allá”, responde, y añade que “allá me gusta porque uno es libre. Usted sale, sale a la tienda, agarra el carro y se va”. Acá, tristemente, a veces se siente como en una jaula de oro. “Ya ni veo, solo las cuatro paredes, todo blanco veo”.
Un solo deseo le queda pendiente por cumplir, “me gustaría poder comprarme una casita chiquita”. ¿Para usted y su esposo?, le preguntamos. “No importa, no importa si es para mi sola”, bromea.
—César Hurtado, Reportero Hispano