Cada 29 de junio, la Iglesia celebra la solemnidad de San Pedro y San Pablo, apóstoles, recordando a estos grandes testigos de Jesucristo y, a la vez, invitándonos a realizar una solemne confesión de fe en una única Iglesia, santa, católica y apostólica.
Pedro, el amigo frágil y apasionado de Jesús, es el hombre elegido por Cristo para ser “la roca” de la Iglesia. Pedro aceptó con humildad su misión hasta el final, muriendo como mártir. Su tumba en la Basílica de San Pedro en el Vaticano es meta de millones de peregrinos que llegan de todo el mundo. Es por ello que esta fecha es también conocida como el Día del Papa.
Por otro lado, Pablo, el perseguidor de cristianos que se convirtió en Apóstol de los gentiles, es el modelo de evangelizador ardoroso para todos los católicos, porque después de encontrarse con Jesús en su camino se entregó sin reservas a la causa del Evangelio. “Porque si predico el evangelio, no tengo nada de qué gloriarme, pues estoy bajo el deber de hacerlo. Pues ¡ay de mí si no predico el evangelio!” (1 Cor 9, 16).
SAN PEDRO
San Pedro fue un pobre pescador de Galilea, residente en Cafarnaúm, en casa de su suegra. Era un hombre sencillo, con poca instrucción, y vivía de su modesto oficio. Su hermano, San Andrés, también pescador, fue quien lo presentó al Maestro. “Simón, hijo de Jonás, de ahora en adelante te llamarás Pedro”, le dijo Jesús. Y desde aquel entonces le trató siempre con distinción delante de los otros, como había querido significar con el nuevo nombre: piedra. Luego, el Señor lo nombró su representante: “Y te daré las llaves del reino de los Cielos: todo lo que ates en la tierra, será atado en el Cielo y todo lo que desatares en la tierra, en el Cielo será desatado”, le dijo.
Recordamos a Pedro defendiendo con su espada a Jesús cuando es entregado en el huerto de Getsemaní. Pese a su ímpetu, negaría más tarde a su Maestro tres veces. Un hecho que Jesús le perdona apareciéndosele después de su Resurrección.
A la mañana siguiente de la Ascensión de Jesucristo, comenzó Pedro a ejercer la dignidad y el oficio de primer Papa. En el Cenáculo presidió a los discípulos durante aquellos días en espera del Espíritu Santo. Asimismo, dirigió la elección de San Matías, que había de ocupar el lugar de Judas en el Colegio Apostólico. El día de Pentecostés inauguró la predicación del Evangelio, convirtiendo en la misma Jerusalén a tres mil personas.
San Pedro murió mártir en Roma, de donde fue el primer Obispo durante veinticinco años. Antes de establecerse en la Ciudad Eterna había regido la iglesia de Antioquía y hecho numerosos viajes para visitar las diócesis que se iban fundando y organizar toda la naciente Iglesia.
SAN PABLO
Saulo, el futuro San Pablo, nació en Tarso de Cilicia, hacia el año 8 de la era cristiana. Pertenecía a una familia judía de la diáspora y, como tal, estaba sólidamente formado en la ley judaica.
Su celo e impetuosidad le llevaron a perseguir a muerte a los seguidores de una nueva doctrina: los cristianos”. En un viaje a Damasco, una luz del cielo lo envolvió, cayó ciego y oyó una voz que le decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”. El Señor le dió instrucciones de entrar a la ciudad y hacer lo que se le diga. Recobró milagrosamente la vista, se retiró a Arabia donde permaneció entregado a la oración y en trato íntimo con el Señor. Regresó luego a la ciudad, entrando de lleno en su función de apóstol y en su gran labor evangelizadora. Desde entonces su vida apostólica fue una cadena de persecuciones y grandes dificultades; pero, al mismo tiempo, de grandes triunfos para la causa cristiana.
Después de un quinquenio en las cercanías de Jerusalén y Damasco, se lanzó a través de Asia, por sendas desconocidas, juntamente con su amigo San Bernabé, organizando iglesias, luchando con judíos y gentiles. Predicó en plazas, anfiteatros y sinagogas. Mientras unos se hacían discípulos suyos, otros se amotinaban, le maldecían y apedreaban. Viaja a Galacia, Tróada, Filipos, Tesalónica, donde deja establecida una comunidad que pronto será iglesia floreciente. Luego se embarca para Atenas y Corinto, para posteriormente regresar a Jerusalén.
También visitó España y Roma. “El mundo no verá jamás otro hombre como Pablo’, dijo San Juan Crisóstomo, el más ilustre de sus admiradores. La palabra y el ademán de Pablo, su vigor y fulgor místicos, subyugaban de una manera fulminante. Y fue incomparable la clara sutileza de su inteligencia. Era el año 67 cuando fueron presos San Pedro y San Pablo, por orden del emperador Nerón.
Ambos fueron conducidos al suplicio el 29 de junio. San Pablo fue decapitado, mientras que el primer Papa moría crucificado, cabeza abajo, en el mismo lugar en que hoy se venera su glorioso sepulcro y se eleva la magnífica Basílica vaticana.
— Condensado de ACIPRENSA