La vejez es complicada. Aún más con la vaina del Covid-19. Los tiempos de la piel de bronce dorada, con Australian Gold y Hawaiian Tropic, han dejado un legado de pecas y marcas imposibles de borrar en la cara y las manos.
Las libras de más que antes se eliminaban rápidamente con una dieta temporal de granos (menestra en mi adorado Ecuador), se resisten a desaparecer.
En las orejas y las cejas se empiezan a desarrollar unos cabellos que se transforman en gruesos alambres. Ese fenómeno obliga a aprender con paciencia la ciencia del depilador, los peines y las tijeras.
Los ojos que lograban descifrar la letra más diminuta a distancia, para la copialina y otros menesteres, ya no ven lo mismo y se requiere inundar de gafas todos los anaqueles y rincones de la casa. La operación lupa es “mandatoria”, como decimos los hispanohablantes de Estados Unidos.
Aquí en la tierra de libertad donde, con toda razón, en una emergencia parar en la autopista para orinar en un potrero está prohibido, unos pañales modelo calzoncillo se hacen indispensables cuando se hacen largas jornadas.
Uno tiene que estar pendiente diariamente del azúcar en la sangre, la presión arterial y los triglicéridos. Ahora, en tiempos de pandemia, la toma de temperatura se me ha convertido en obsesión. Igual me ha dado, por razones sanitarias de prevención, mantener las fosas nasales repletas de Vick VapoRub, que me da el aspecto desagradable de tener mocos colgando perennemente. Un frasco repleto de cápsulas de Ricola para conservar la garganta limpia y fresca es mi compañía inseparable.
A mí se me dañaron las piernas después de mover unos pesados parales de unas carpas en la Coalición. Fue en la hermosa celebración novembrina de Panamá en 2018, pletórica de murgas, tambores y cumbias. Sentí un corrientazo que llegó a la columna vertebral. El asunto derivó en una ciática, que en mi absoluta cobardía de contender el dolor me lanzó a refugiarme en mi futón gris, y convertirme en un sedentario inmarcesible.
Mis sicólogos de cabecera siguen siendo Sabina, Serrat, el fallecido Aute, Ana Belén, Pablo, Silvio, Natalia, Ana y Jaime. Mis héroes de la pubertad, la mayoría se han ido, Leonardo Fabio (‘Quiero aprender de memoria...’), Sandro (‘Por ese palpitar que tiene tu mirar’…), José José (‘Hay que ver cómo es el amor que vuelve a quien lo toma gavilán o paloma’…). La lista es interminable.
Los genes de mi madre me han protegido de desentejarme y quedar con la testa como una bola de billar. De la misma forma, la dentadura firme que heredé de ella, se mantiene bien.
Lo que no me legó mi madre es una fórmula para combatir la nostalgia. Ese duelo eterno por no haber permanecido en Paipa, mi pueblo querido, para evitar su metódica destrucción. Me hace falta estar con mi padre, que en su noveno piso de existencia se mantiene, bello, lúcido y entero como los urapanes del parque Jaime Rook.
Veo los árboles en mis recorridos frecuentes que hago con Google Maps, en los que me apabulla la tristeza. Tengo necesidad de abrazar a mi hermana menor y a Sonita. Quiero estar con mis hermanos extendidos, los Prieto Neira, los Prieto García y los LaRotta, que siempre están en mi corazón.
Quisiera encontrarme con mis primos franceses, los descendientes de Pablo Solano y Jeanne Vassas. Ir como intruso, como lo hacía de niño, y departir con Nathalie, Pablito y Quique, con el precioso lago Sochagota de panorámica. Disfrutar del cariño y el buen humor de la matrona de la familia.
Rafael Prieto es un laureado y reconocido periodista colombiano en Estados Unidos. Actualmente escribe para Qué Pasa Mi Gente en Charlotte.