Hace poco más de dos semanas viajé a Lima, Perú, de donde soy originario. Mi papá, de más de 80 años de edad, sufrió un accidente y sentí la necesidad de ir a verlo.
En febrero de 2020 ya había viajado a Lima y pude acompañar a mi mamá en la celebración de su cumpleaños. Fue también un reencuentro familiar con la promesa de volvernos a ver en la navidad pasada.
Tristemente, tras declararse la pandemia, mi mamá no pudo atenderse médicamente para sus controles del cáncer que la afectaba por 20 años y falleció en agosto pasado.
Particularmente creo que los fuertes dolores que la aquejaban y la imposibilidad del reencuentro en diciembre acabaron con su determinación de vivir.
Con las fronteras aéreas de Perú cerradas y la trágica situación de salubridad que atravesaba el país, me fue imposible viajar y despedir a mi mamá.
Así que ahora, venciendo el temor de mi familia en Estados Unidos y Perú, decidí visitar a mi papá para verlo, asegurarme que estaba bien, atenderlo, poder mirarlo nuevamente a los ojos, ver a mis hermanas, llorar con ellas y, aunque suene raro, poder comprobar que mi mamá había muerto, que ya no era parte de este mundo, aunque sienta que está conmigo.
Viajar en pandemia no es la grata experiencia de antes. Quienes hayan debido hacerlo por este tiempo sabrán lo que digo. Mucha tensión, mucho miedo, mucho recelo del comportamiento de otros. Extremos controles, exámenes antes y después de viajar, mascarillas, cubiertas plásticas para el rostro y la posibilidad permanente de contagio hace que lo que antes fue un sueño ahora sea una pesadilla.
Pero el viaje no era nada frente a lo que encontraría al llegar.
Hoy, en Lima, con o sin dinero, la gente muere por COVID. La pandemia ha democratizado la muerte.
No hay oxígeno, la demanda ha sobrepasado largamente la oferta. Familiares de los enfermos esperan con sus tanques vacíos por días en los exteriores de las plantas que venden el gas esencial para la vida.
Sin camas UCI, los enfermos deambulan buscando ingresar a un hospital para intentar salvar sus vidas.
Con pocas vacunas, políticos y empresarios, personas cercanas al gobierno, se aprovechan de sus relaciones para ser vacunados antes que los médicos, enfermeras y servidores de primera línea.
Mientras, un gran sector de la población vive bajo ’toque de queda’ entre las 9 de la noche y 4 de la mañana, sin posibilidad de trabajar para llevar alimentos a casa.
Sólo un bono de gobierno de poco más de $160 ha sido entregado en los últimos días como ayuda a los hogares más vulnerables.
No escribo estas líneas como queja. Quiero que sean testimonio de un pueblo que se esfuerza por sobrevivir, que busca sin todavía encontrar, que no se detiene y arriesga todo para llevar vida a quienes quiere, que nada contra la corriente sabiendo que, pese al esfuerzo de sus corruptas autoridades, de quienes lucran con la vida aprovechándose del sufrimiento de sus hermanos, se levantará nuevamente y seguirá su vida.
Ya hay muestras de ello. Las ‘ollas comunes’, organizadas por las mujeres de las zonas más pobres de Lima, alimentan a miles de personas.
La solidaridad del más pobre es la verdadera cara de esta pandemia. El Papa Francisco, en su audiencia general del 2 de septiembre de 2020, ya nos había dicho que la palabra solidaridad “está un poco desgastada y a veces se la interpreta mal, pero es mucho más que algunos actos esporádicos de generosidad”, y “no es solo cuestión de ayudar a los otros, esto está bien hacerlo, pero es más: se trata de justicia”.
Y eso es lo que necesitan los peruanos: justicia.
César Hurtado es especialista de comunicaciones hispanas en Catholic News Herald.