Desde el martirio de Monseñor Oscar Romero en marzo 24 de 1980 por la mano de un sistema asesino, injusto y cobarde, hasta su canonización el 14 de octubre de 2018 pasaron 38 años.
Yo tenía 11 años cuando Monseñor fue martirizado, y recuerdo muy bien el día de su funeral pues mi madre nos llevó a mi hermana y a mi hasta la catedral metropolitana, donde junto con miles de salvadoreños pudimos dar el último adiós, que fue también marcado de violencia por parte del mismo sistema cobarde que se refugió detrás del poder y las armas en contra del pueblo.
En esos 38 años, desde el martirio hasta su canonización, en mi vida han pasado tantos sucesos transformantes, que ahora miro mi pasado y me sorprende ver como Dios y su Iglesia han transformado mi historia, mi vida, mi camino, y creo mi destino.
En los noventa dejé mi país de origen, El Salvador. Llegué a este país, que ahora es mi país, dos meses después, en septiembre de 1990, sin un norte o sentido de vida, cansado de sobrevivir, cansado de la guerra, cansado de tener miedo, cansado de no saber ni quién era.
En 1992, por gracia de Dios, éste me llevó a la Santa Misa en la parroquia del pueblo donde vivía, San Patricio en Glen Cove, Long Island, NY. Y en esa Santa Misa algo pasó que me tomó muchos años poder comprender.
Tuve un encuentro con alguien que en ese momento no reconocí, pero que por alguna razón decidí seguir. Quizá fue porque me ofreció un norte, una manera diferente de vivir, quizá me sedujo su historia. Esa parte de mi vida fue realmente una experiencia de Emaús.
En esta parroquia, donde la mayoría de los fieles eran y creo todavía son salvadoreños, quizás sin darnos cuenta vivíamos una espiritualidad de Iglesia naciente, nueva, fresca, con gran energía, grandes sueños, sin miedo, llenos de optimismo y esperanza. Comunidad joven en casa nueva, con un espíritu golpeado sí, un pueblo con cicatrices profundas sí, pero sin miedo y dispuesto a hacer el trabajo del Reino.
Esta, que fue mi comunidad por siete años hasta mi venida a Carolina del Norte, fue la que me enseñó a ser Iglesia, cuerpo de Cristo, y me dio las herramientas para el resto de mi vida.
Todavía hoy esa experiencia de Iglesia que tuve en los años noventa en esta comunidad de Fe, Esperanza y Amor sigue dando frutos en mi vida.
Ahora veo mi historia con ojos nuevos y mente fresca. Puedo reconocer que ese martirio de un obispo que fue voz de los sin voz, que fue mi voz, que me defendió, que oró por mí, por mi madre y hermana, esa muerte de un pastor de su pueblo dio vida nueva a todo un pueblo, fortaleció la fe de una Iglesia, y sin darme cuenta afectó mi fe, mi vida, mi ministerio, mi vocación y muy seguramente mi destino.
Monseñor Romero con su vida, pasión y muerte, a modelo de su maestro, Nuestro Señor Cristo Jesús, fue para mi experiencia de fe como un Pentecostés que muchos hemos podido vivir en carne propia, me dio nueva fuerza y valor para poder proclamar al Dios de la vida.
Con su canonización, muchos recibimos la gran confirmación que si vale la pena todo lo que hemos pasado, lo que hemos llorado, soportado, sufrido, para la Gloria de Dios.
San Romero, fruto de nuestra Santa Madre Iglesia, hijo y pastor de un pueblo, mártir y Santo, que por tu intercesión los que tuvimos la gracia de compartir contigo en tu vida y tu muerte podamos dar los frutos de misericordia por lo que oraste. Para la Gloria de Dios, así sea.
El diácono Eduardo Bernal sirve en la parroquia Nuestra Señora de Guadalupe y es coordinador del ministerio hispano del vicariato de Charlotte.