Nuestros hermanos mexicanos, que celebran la vida en el Día de Muertos, no podían estar más en lo cierto: la muerte es lo único seguro y no hay que temerle. Cuanto más años tenemos, todo indica que más cerca de la muerte estamos.
Respecto a las personas mayores, Proverbios 16:31 dice que “la cabeza canosa es corona de gloria”; y Salmos 92:14 nos asegura que “aún en la vejez darán fruto. El Papa Francisco dijo en febrero de 2022, que las personas mayores, “nunca tan numerosas como ahora”, suelen considerarse “una carga”, cuando prevalece la cultura del descarte y la productividad. La vejez, en realidad, es un regalo “para todas las edades de la vida”.
Personalmente, puedo decir que no temo a la muerte. Lo que si me aterra es la vejez.
Y no porque se pierden capacidades motrices e intelectuales con el tiempo, sino porque nuestras sociedades no están preparadas para atender correctamente a los adultos mayores.
Para nosotros los migrantes, la falta de un seguro de salud o insuficiencia de cobertura es difícil de afrontar. A esto se suma nuestro desconocimiento sobre planificación para el retiro que asegure una pensión digna.
Algunos de mis amigos y familiares hoy se encuentran en un dilema: dedicarse a atender a sus padres mayores o seguir trabajando para ayudarles a ingresar a un asilo.
Dije bien, ingresar a un asilo, o si suena mejor, a un centro de vida asistida.
Difícil decisión para quienes crecimos bajo la sombra, cuidado, amor y protección de nuestros padres. Como latinos, más que nuestra cultura nos lo exija, sentimos y queremos ver por ellos hasta el último de sus días.
¿Qué podemos hacer? Regresar a nuestros países no parece ser una solución. ¿O si?
Debo confesar que hasta hace poco yo no extrañaba nada de mi país, y podía estar sin hablar por teléfono con mis padres por tiempo.
Desde la muerte de mi mamá durante la pandemia de COVID-19, me di cuenta de lo alejado que había vivido de mis raíces.
Siento que mi esposa y yo cumplimos el ciclo por el que vinimos a vivir a los Estados Unidos: el de dar un futuro a nuestras hijas. Esa meta, quiero creer, se ha cumplido. Ha tenido que ver nuestro esfuerzo, pero creo que más ha sido un tema de desarrollo propio de ellas mismas.. Aunque las llamamos nuestras bebés y siempre estaremos para ayudarlas en la medida de nuestras posibilidades, actualmente son dos mujeres hermosas, adultas, que toman sus propias decisiones con sabiduría.
Nos toca decidir si nos quedaremos o si regresaremos al lugar donde nacimos para cuidar de nuestros padres, reanudar amistades suspendidas por el tiempo y la lejanía, y acompañar a nuestros amigos y familiares de nuestra generación hasta que juntos exhalemos nuestro último aliento.
¿Qué vamos a hacer? Como decía una querida amiga, “ni se sabe”.
César Hurtado es gerente de medios hispanos diocesano.